sábado, 6 de agosto de 2011

1. EFFY: "Ella no soy yo"


Nunca pensé que estudiar año tras año con inútiles fuera tan insoportable. De hecho, hay veces que parece que les gusta ser ignorantes y eso hace que les mire con mala cara y me parte de su camino al pasar por los pasillos del instituto. Después de casi ocho años en el mismo recinto sigo reacia a caer en la trampa de “tener amigos”; no me gusta demasiado la gente y creo que eso se nota en mi manera de gruñir por lo bajo cada vez que alguna de esas estúpidas sin cerebro a las que tengo (por obligación) que llamar “compañeras de clase” para preguntarme dónde he comprado mi fantástica ropa, por qué tengo el cabello tan espléndido o hacerme un poco la pelota. Yo tengo una teoría: si ellos se apartan de mi camino, yo gustosa me apartaré del suyo. Pero, al parecer hay un factor sorpresa con el que no contaba y que ha desbaratado por completo mi teoría: La popularidad.
Esto me acertó a dar hace algún tiempo, con trece años y las chicas ya se creían muy mayores por vestir sujetador y saber andar con tacones. Todas iban igual vestidas, joder, era increíble. Si algo se ponía de moda, era conveniente comprárselo y ponérselo para que el resto del rebaño supiera que eras uno de ellos y, si no, te tildan de desecho social. Pero a la gente le gusta tratar con lo diferente, con lo que no están acostumbrados a ver. Y eso me pasó a mí. Siempre he vestido como me da la gana, sin importarme el qué dirán: y ese fue mi gran error. Las descerebradas se fijaron en mí e intentaron copiarme pero yo cambiaba mucho de estilo y no podían pillarme. ¡Já! Qué fácil es mandarlas al carajo con un simple gesto de cabeza cuando eres la reina. Y esa era yo, la reina del  instituto.
Con catorce años, cuando todos me conocían y era el típico periodo en el que los chicos medían sus ridículas pollas y se jactaban de haber follado, me eligieron a mí como centro de sus miradas, cosa que incrementó la curiosidad de las chicas hacia mi persona. Pero, claro, ése no es el problema.
El problema es que aún hoy, con diecisiete años sigue siendo igual, aunque no me gusta. No quiero oír que mi pelo es estupendo ni que mi ropa o zapatos son de lo mejorcísimo, quiero oír alguna verdad, alguna palabra amable o no sé, tal vez quiera recibir un poco de cariño. Por eso odio a las personas. Sólo saben mentir, y los amigos te traicionan y se largan cuando te dejan seca, la amistad es una gran falacia y aquello de “eres mi mejor amiga” queda suspendido en el aire como el humo nocivo de un cigarro. Por mí se pueden ir todos al mismo Infierno. Nadie sabe que, en realidad, toda yo soy una gran mentira. Siempre es otra la de las sonrisas falsas y la de la máscara de autosuficiencia. No es lo mismo cuando llego a mi solitaria casa en la que nunca hay nadie y me miro al espejo, esperando verme como me verían todos los demás: guapa, con un cuerpo bonito y una mirada penetrante y fogosa.
Pero siempre veo a una traidora que nunca fue ni será yo misma. Ella es todo lo que la multitud desea, un icono al que admirar. No me reconozco, no sé quién soy cuando veo el reflejo y siempre me parece escuchar a la gente: “Mira, ahí viene ella, con esa sonrisa de indiferencia en su bonita cara. Oh, como te amamos”
Pero ahora sé la verdad, creí que podría contigo y sin embargo sólo he alimentado tu ego y ya no te quiero más.
-¡Mírame!- le grité al espejo- ¿No tienes vergüenza? ¿No ves que estoy marchita? Sabes que tienes a todos engañados.
Intento sonreír como haría ella, pero veo una mueca fea y horrible en el rostro de una muñeca pálida y rota, vestida con ropa bonita y que no sirve para nada, o tal vez sólo para esconder lo que un día fui y ahora se ha perdido por el camino.
Tan sólo era yo, me decía. Las pecas, la nariz respingona y los labios gruesos, todo mío.
“Oh, como te amamos”
Sin defectos cuando finges y tan cuidadosa para meterte a los demás en el bolsillo para cuando te hagan falta. Eres una jodida perra que no sabe lo que quiere. ¿Controlarlos a todos? ¿Eso quieres? Pues que sepas que no eres real, puta, no puedes traicionarme. Y tampoco puedes salvarme.
Acto seguido, me zafé de mi visión en el espejo; lo más seguro sería deshacerme de ella y todo lo que conllevaba.
Al principio no creía que esto fuera propio de mí. No acostumbraba a semejante locura, pero algo se desencadenó en mi mente y no fui capaz de pararme cunado, poco a poco, mis pies me transportaron a la cocina y mis manos buscaron anhelantes un cuchillo. No sé por qué ni cómo no fui capaz de parar al ver la sangre correr por mis muñecas hasta los codos y las venas abiertas como ventanas hacia un camino oscuro que no tardaría en recorrer. Mis padres me encontrarían poco después inconsciente sobre el suelo de mármol, manchada de mi propia vida y llena de odio hacia mí misma que, había descubierta, no era más que la copia de ese alguien que me perseguía y me forzaba una sonrisa.
Es esto lo que recuerdo desde la camilla del hospital donde yacía, mientras me insuflaban sangre y me vendaban las muñecas enrojecidas y de heridas cicatrizadas.
Mi madre entró por la puerta. Parecía exhausta y preocupada. Todo mentira. Quería decirme algo importante que, según ella, cambiaría mi vida.
Y creo que nunca podré olvidar la manera tan basta de acariciarme mi pelo castaño o de clavar con, podría decirse, dulzura sus ojos azules en los míos, idénticos.